GENTE&ESTILO
VIAJES / POR CARRETERAS SECUNDARIAS
Boby y los fantasmas de un palacio que se convirtió en hospital
Con el día de verano todavía fresco por recién nacido, o
porque viene sin ganas de andar a la greña, al salvar un
repecho nos encontramos con Mérida acostada a lo lejos,
y entendemos la astucia y el sentido práctico de los romanos
Día 21/08/2012 - 13.10h
Que el viaje te sorprenda. Que te cambie los planes. Que te abra los ojos. Que el viento te vuele la sombrilla. Que un giro equivocado te descubra un espejismo y sea un palacio en medio de la nada, o un hospital donde un perro pastor sin raza ni pedigrí sienta todavía la presencia de la muerte y del dolor. La verdadera naturaleza del viaje es la de dejarse arrastrar por lo imprevisto. Ocurrió esta mañana.
Salimos todo lo temprano que permite tener que encontrar cada día una historia, convertirla en imágenes y en palabras y enviarla a la fábrica para que la transformen en algo más que humo, que dure al menos hasta que la noche se vuelva a hacer irremediable. Salimos de Alcuéscar por la vía pecuaria, «un camino descarnado, como si le hubieran arrancado el pellejo», dice la fotógrafa, hacia Mérida y Valle de la Serena. Enseguida por la N-630. Como suele ocurrir desde que iniciamos esta especie de aventura calculada el grueso del tráfico circula por la autovía y nosotros avanzamos solos, sin compañía en ninguno de los dos carriles. Bajo la luz del primer sol, los nimbos que cubren el horizonte parecen señales de humo de una tribu extremeña que ha desenterrado el hacha de guerra. Pasamos la frontera invisible de Badajoz (no hay más remedio que fiarse de las señales que clavan los teólogos en la realidad y los topógrafos en los mapas) y luego salvamos un río, el Aljucén, y a continuación, el pueblo, arracimado en torno a un iglesia sin gracia, ancha como una gallina derrengada, con las casas como pollos blancos dormitando al calor de su vientre emplumado.
El embalse Proserpina le envía un mensaje a la Venus Ataecina que encontraron en el valle del Trampal alquesqueño. Como un abanico, a la derecha de la marcha se despliega el Parque Natural de Cornalvo, que contiene la sierra Bermeja. Campos amplios como la vista que se pierde llanura adelante. Con ese ánimo, y el día de verano todavía fresco por recién nacido, o porque viene sin ganas de andar a la greña, al salvar un repecho nos encontramos con Mérida acostada a lo lejos, y entendemos la astucia y el sentido práctico de los romanos. La misma nacional que traíamos nos arrima a un Guadiana que no parece sufrir las cauciones del estiaje, un Motor Emeritus y un Hotel Tryp Medea: ¿No tienen miedo los clientes de este hotel de dormir bajo la advocación de la hechicera? Es lo bueno de no saber nada del teatro y la mitología griegas. Te permite conciliar el sueño sin pensar qué fantasmas van a velarlo, o a cobrar su parte de tu descanso. Por una sutil cremallera de hitos que son estatuas que celebran el pasado glorioso de Mérida salimos otra vez al cambo de batalla sin más determinación que la curiosidad de perdernos y atenernos a sus consecuencias. Si en Cáceres no imaginábamos bosques tan verdes y tupidos, tampoco sospechábamos que Badajoz atesorara tanta agua como la del embalse del Alange, aunque los pescadores dicen que ha bajado el nivel, que apenas ha llovido este invierno. Es gracias a la EX-105 que descubrimos otra ciudad a la que habría volver: por su balneario. A las puertas de Alange, un padre y sus hijos pescan con más entusiasmo que fortuna. Uno de los más jóvenes atrapa a un alburno. Son de Villargonzalo, pero viven en Alcorcón, a las afueras de Madrid. «La brisa espanta la pesca». Riza el agua del embalse y suaviza el ardor del sol.
Entre olivos y chumberas, oteros suaves de tierra oscura y bien labrada. Entramos en Palomas a tomar un café justo después de atravesar la Cañada real leonesa. Cómo no acordarse de Babia. El bar Marfil se llama pub aunque de lo que tiene trazas es de lo primero. El dueño se cansó de tentar la suerte en Alcalá de Henares y hace siete años se volvió al pueblo:
–Porque no había nada que hacer allí.
–¿Y aquí?
–Al menos sobrevivimos.
Los pocos que prestan atención a lo que se ramonea la televisión matutina echan pestes de Urdangarín y de la monarquía. La mayoría está afuera, aprovechando la sombra y el frescor de la mañana. Todos están jubilados.
«Antes venían ganados de Soria, de Ávila, de León. Pero eso se acabó hace mucho. Ahora los pastores no se van tan lejos, ni siquiera se quedan en el chozo. Tienen su coche y se vienen a dormir al pueblo», dice Manuel Lechón, de 87 años, agricultor.
«Yo estuve cinco años en Francia, trabajando en la metalurgia, y una temporada en Suiza», dice su primo hermano, Manuel González, a punto de cumplir los 90, que también pasó buena parte de su vida arrancándole el sustento al campo.
Preguntamos por las minas de wolframio de Valle de la Serena:
«Mi padre trabajó en ellas, pero como albañil. Levantando casas en la colonia minera. A mí me tuvo como ayudante cuando tenía 19 años», cuenta Juan José Vázquez, de 69, que pasó dos temporadas en Alemania, una en Suiza y luego ha hecho un poco de todo: «el camión, Abengoa…».
Llega Victoria Aranda, hija de uno de los jubilados, que se acoge al derecho de no decir la edad, aunque confiesa que tiene dos hijos trabajando. Es la primera que saca el tema del sanatorio de tuberculosos: Las Poyatas. Y la cosa se anima. Que si tenemos que ir a verlo, que si tiene 365 ventanas («una por cada día del año»), que si lo cerraron hace cincuenta años y se llevaron a todos los enfermos a Montalvo (en Salamanca), que si lo quiso comprar Camilo Sesto, que si querían convertirlo en un hotel. Manuel Lechón cuenta que «tenía dos operadores» (cirujanos), José y Damián Téllez: «Cuando tenía 19 años uno de ellos me trató. Tenía calenturas (fiebres de malta). Mi tío Paco fue a Elvas, en Portugal, a comprar la medicina que aquí no teníamos, y eso me salvó la vida». Juan José Vázquez cuenta que su abuela trabajó en el sanatorio «limpiando a los enfermos». ¿Cómo no desviarse?
Por la EX-212 (siempre nos recordará el prefijo de Nueva York, aunque sea también el de Marruecos) no hay forma de perderse, porque el palacio, el castillo, el hospital… lo que quiera que sea sale al encuentro del viajero y enseguida atrapa su imaginación, sea la de Truman Capote en una callejuela de Brooklyn, la de Ernesto Sabato en una de Buenos Aires, la de nosotros niños ante una casa grande, cerrada y, por lo tanto, misteriosa. Pero no lo habríamos descubierto, ni nos habríamos animado a profanar la propiedad privada si no hubiéramos entrado en el pueblo de Palomas y hubiéramos pegado la hebra con los parroquianos del pub Marfil: «Están los pastores en la parte de atrás. Abran la cancela de la finca y entren». Hay que escuchar a los viejos.
Bajo el sol de mediodía de agosto, el conjunto, mimetizado con los sienas y ocres de la tierra, entre palmeras, con torres almenadas y aspecto abandonado, tiene todas las trazas de un espejismo. Abrimos el portalón de dos hojas y entramos por un camino pedregosoque desemboca en lo que bien podía haber sido un oasis: tres palmeras, un par de higueras, un olivo, una alberca seca, una cabaña abandonada que recuerda a la del fugitivo de El espíritu de la colmena… y un pozo grande y lleno de agua que refleja las ramas de una de las higueras y la perplejidad de las nubes. Avanzamos hacia lo alto esperando que alguien aparezca de pronto y nos dé el alto mientras se agolpan las referencias cinematográficas y literarias, fruto de la fantasía calenturienta y la soledad del paraje, hasta el punto de que las escobas parece ocotillos. De Las mil y una noches pasamos a La montaña mágica, aunque nada más lejos de aquellas cumbres suizas… salvo la tuberculosis. ¡Qué mejor lugar para una cuarentena! Damos la vuelta al edificio, que nos contempla con sombría indiferencia. Tras la estampa heroica, aunque venida a menos, con las torres coronadas de nidos de cigüeñas, detrás surge un largo pabellón blanco, y en la lejanía la trama de agua del embalse de Alange.
La silueta de Juan Gordillo aparece como recién salido de una película de Sergio Leone, bajo el sol de cuarzo, enmarcado por el portalón del corral. Alto y sin pistolas, con sombrero pajizo y una camisa en la que el sudor ha dejado su impronta, el pastor es más tranquilo que su perro, Boby, un descastado como su amo, pero con tanta dignidad como él. Ninguno de los dos alardea de nada. Se muestran tal como son. Natural de Ribera del Fresno, donde nació hace 48 años, tiene un hijo y espera otro. Él y un compañero, perdido en alguna parte de la inmensa finca de 700 hectáreas de encinas, cuidan de 1.200 ovejas: «No ha llovido nada. Está todo muy seco y apenas hay pasto». Pero antes de meterse en harina hay que recurrir a la tecnología. A él no le importa que tomemos fotos del exterior de Las Poyatas, pero para entrar hace falta hablar con el propietario. «Porque ha habido robos, y ha entrado gente y ha sacado fotos en internet». Para eso están los teléfonos celulares. Hay que persuadir de las intenciones que se traen. Los dueños no solo acceden, sino que facilitarán esa misma noche valiosas informaciones sobre el palacio situado en una pequeña elevación en el término municipal de Palomas. A Juan Gordillo no le desagrada la vida de pastor:
–No hay otra cosa. Pero no me disgusta.
Acompañados en todo momento por Boby, el pastor convertido en encargado, en guía que no se muestra ni obsequioso ni seco, va abriendo las puertas y respondiendo a todo lo que puede responder. Tras atravesar la nave que fue pabellón de enfermos, y donde ahora amontona la avena para preparar el pienso para las ovejas y donde tiene aparcado su viejo Opel Vectra, y donde huele a verano, entramos en el patio posterior, presidido por una fuente seca. La primera puerta, atrancada como casi todas, es la de la capilla, donde ha encontrado techo una bandada de palomas, que se agitan al ver invadido su santuario. Revolotean sobre un retablo y una Virgen de poca valía (“dos santos han sido robados”, dice Juan señalando dos hornacinas vacías), metafóricas encarnaciones de un Espíritu Santo de la canícula extremeña.
El pastor no ha salido nunca de su tierra, pero admite que el futuro pinta mal:
–Habrá que emigrar a otro sitio. Nadie sabe qué hay que hacer.
Con las puertas atrancadas para que el palacio no atraiga más destrozo del ya sufrido, la luz se filtra por las rendijas de las contraventanas entornadas y sobre todo por dos claraboyas que iluminan la gran escalera de mármol que comunica las dos plantas de un extraño sanatorio lleno de estancias vacías. Una gran chimenea de cerámica preside el salón principal, decorado, como el resto de la estancia, con azulejos sevillanos de bestiario, caza, guerra y heráldica. Recuerda, a escala reducida, la que no servía para derrotar al frío de la mansión del alter ego de William Radolph Hearst en Ciudadano Kane. Cuenta el pastor que «iban a hacer una película. Estuvieron estudiando el lugar. Dijeron que iban a traer caballos. Pero la cosa quedó en nada». Siempre a nuestra espalda, y siempre dócil y afectuoso, el perro, que me recuerda a Gol, el fox-terrier que tuve de pequeño, aunque la raza de este sea la de un listísimo can de palleiro, se niega a obedecer a su amo, a acompañarnos a la planta superior. Como mucho se atreverá a llegar al primer descansillo, pero no más allá. Es como si Boby sintiera la presencia de fantasmas. Pero no de los que sirven para rellenar películas banales, sino el dolor de los que aquí venía a morir, que al parecer fueron muchos. Lo resume Juan de un plumazo:
–No había medicina ni ná de ná.
No fue hasta el año 1941 en que se realizaron los primeros ensayos clínicos de la penicilina en seres humanos. Pero el abaratamiento y la utilización masiva del descubrimiento del doctor Alexander Fleming no llegaría hasta la Segunda Guerra Mundial. Demasiado tarde para muchos de los inquilinos del sanatorio de Las Poyatas. Desde las almenas, las chimeneas y las torres, ahora coronadas por grandes nidos de cigüeñas que han migrado a África, se domina la inmensa finca. Un aislamiento digno de la línea Maginot para garantizar la cuarentena de los tuberculosos que en aquella España de la posguerra morían como chinches. A lo lejos se ven las encinas que han sobrevivido a la posible quema de las más cercanas a la casa para alimentar las chimeneas del improvisado hospital, que debía quedarse helado con facilidad: «Los inviernos son muy duros aquí». Boby no se fía. Prefiere esperar a que terminemos la inspección por salones, pasos perdidos, voces que acaso se quedaron impregnando los preciosos azulejos azules de un aseo, el pasamanos, las ventanas por las que asoman vestigios del duro sol extremeño.
Terminamos la visita en los pabellones donde todavía se aprecian las marcas de los lienzos que separaban las habitaciones de los dolientes. Ahora son galpones donde duermen las ovejas. Nos despedimos de Juan Gordillo y de Boby a la puerta del almacén. El olor de la paja se mezcla con el de la avena. El silencio es confortable:
–Aquí no te molestan los del botellón, que es una ventaja muy grande, dice con suave socarronería.
–¿Y no se queda a dormir?
–No, me daría miedo.
–¿No le pesa a veces tanta soledad?
–A veces, Pero siempre hay tarea.
–¿Y no tiene una radio?
–Me traía una. Pero ahora no tengo ni radio.
–¿Y no le gusta leer?
–Leer no me gustaba ni de chico, así que ahora…
Cuando enciende un cigarrillo se le acentúan los rasgos de vaquero del Lejano Oeste español, esta Extramadura de paisajes tan desconocidos como hermosos. Juan podía ser perfectamente el protagonista de un Western de estas tierras, que hablara de la realidad española contemporánea, de la Gran Depresión en la que estamos sumidos y de la que nadie parece saber cómo salir. Nos despedimos afectuosamente de él y de su perro. Boby mueve el rabo. No nos ladró ni cuando llegamos. En honor de los dos pastores, y en cuanto nos alejamos, ponemos el disco que Johnny Cash dedicó al libro de himnos de su madre. ¡Qué mejor homenaje!
* * *
Esa misma noche llegará por correo electrónico un mensaje de los dueños del Sanatorio con informaciones acerca del Palacio de las Poyatas, un pastiche historicista que bien podría volver a la vida convertido en hotel. Cuando salgamos de esta estrecha y larga vaguada.
Construido a fines del XIX o principios del XX por el arquitecto sevillanoAníbal González, responsable de obras como la plaza de España, en su ciudad natal, perteneció a la hija del marqués de Valderrey, Dolores Toro de Guzmán Sánchez Arjona, quien ordenó su construcción. Como doña Dolores murió sin dejar descendencia, la heredaron sus sobrinos, entre ellos la condesa de Egaña, Dolores Pidal Toro de Guzmán, casada con Antonio Moreno de Arteaga, quien se encargó de gestionar la finca. Fue al término de la guerra civil española, en 1939, cuando se desató una gran epidemia de tuberculosis. Moreno de Arteaga cedió el llamado Palacio de las Poyatas a la Diputación de Badajoz para convertirlo en hospital. De ahí le quedó el nombre de El Sanatorio. Se cree que después de doce años la diputación devolvió el palacio a sus dueños, que se lo dejaron en herencia a su hija, Julia Moreno Pidal, que a su vez se lo vendió en el año 1995 a José Blanco Roco. Es propiedad de sus herederos. Inmueble sin duda exótico, cuenta con 4.000 metros cuadrados, dos plantas y sótano, unas cuarenta habitaciones, capilla, salones, patios y naves auxiliares. En el patio principal de la fuente vemos la capilla que presenta planta rectangular con cabecera semicircular con el remate almenado y los torreones propios de las antiguas capillas medievales. Actualmente dedicada al aprovechamiento agrícola y ganadero, la idea de sus propietarios es rehabilitar el edificio para convertirlo en hotel rural de lujo por el atractivo y singularidad del lugar... Y borrar así los vestigios de tanto dolor como quedó enterrado aquí, y que solo un perro listo y sin pedigrí llamado Boby parece detectar.
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